martes, abril 04, 2006

LA JAULA

No sé cuánto tiempo pasó desde que el hombre de seguridad cerró la puerta de la jaula. Tampoco sé qué me llevó a aceptar el ofrecimiento de mi mejor amigo; sabía que algo raro escondía la fría letra del reglamento, pero jamás llegué a pensar que los altos mandos de un canal de aire podrían hacer algo semejante con tal de acaparar algunas décimas más de rating.

Los veinte participantes fuimos presentados uno a uno delante de las cámaras de televisión. El locutor leyó nuestros nombres, y le contó al público que colmaba las tribunas (y a los cientos de miles que observaban en sus hogares) lo mucho que habíamos padecido a lo largo de nuestras vidas, a la espera de una oportunidad (La oportunidad) que nos redimiera económicamente. Ninguno de nosotros tenía trabajo y las esperanzas de hallar algo decente se habían desvanecido por completo. En los últimos tiempos, las empresas se habían mostrado reticentes a la hora de incorporar a un adolescente. Si bien valoraban la energía que los jóvenes invertían en cada proyecto y la enorme capacidad de miles de ellos, pretendían profesionales con vasta experiencia en el cargo solicitado, y bajo ningún concepto deseaban invertir a futuro. Era un riesgo que no estaban dispuestos a correr frente a la precaria situación económica del país; razón por la cual, los flamantes egresados debían retirarse de las entrevistas con las cabezas gachas y sus sueños hechos trizas.

La jaula que nos tenía presos era una mera reproducción (a escala, por supuesto) de las que vemos habitualmente en las pajarerías del barrio. Al menos, esa fue la impresión que tuvimos antes de que la banda comenzó a tocar los primeros acordes. Eran cuatro músicos de dudoso talento, pero con una habilidad sorprendente a la hora de despertar en el público su lado más salvaje. Y el público quería vernos caer, quería que dejemos de hacer pogo para que los francotiradores que estaban apostados en las inmediaciones de la jaula hicieran blanco en nosotros. Habían ido a presenciar un espectáculo escatológico y fue precisamente eso lo que les entregamos.

Cuando los signos del cansancio aún no se habían apoderado de mis piernas, uno de los cuatro hombres de negro ya había baleado a tres jóvenes; quienes, a duras penas, se mantenían en pie. Los desafortunados cayeron de bruces sobre el suelo y nunca más volvieron a levantarse. Muy pronto, el número de cadáveres ascendió a siete. El reparto fue equitativo: una bala por cabeza. El estruendo de las armas provocaba en el público una sensación de éxtasis que, en ocasiones, se tornaba en frustración cuando alguno de nosotros, tras trastabillar, conservaba la vertical y seguía en movimiento.

Fue entonces cuando comenzamos a preguntarnos cuánto tiempo más podíamos soportar en esas condiciones. De un momento a otro iban a aparecer los calambres... sólo restaba saber quién sería el próximo.

Un joven de unos dieciocho años develó el interrogante. Poco después, lo siguieron otros dos más. Los cuerpos sin vida de los malogrados participantes incorporaron un nuevo aditamento al espectáculo: ya no quedaba mucho espacio para movilizarnos.

Cuando el vocalista de la banda arengó al público para que nos escupieran, los hombres de negro habían derribado a cinco más. Tras varias horas de comenzado el programa (difícil especificar con certeza la cantidad exacta), sólo quedaban cinco personas en el plató principal. Pronto descubrimos algo sobre los barrotes que ninguno sospechaba hasta ese momento: estaban electrificados. Uno de los chicos tuvo la desgracia de caer sobre un charco de masa encefálica y sangre a medio secar, patinó ampulosamente y se llevó por delante a uno de sus compañeros. Los dos cayeron sobre el alambrado y esta vez no fueron las balas las que lograron su cometido. La descarga fue terrible y el hedor a carne quemada, que sobrevino después, hizo que nuestra danza se hiciera aún más frenética.

Fue allí cuando perdimos todo dejo de cordura y comenzamos a actuar como animales. Ahora no sólo teníamos que luchar contra los calambres, la deshidratación, la falta de espacio físico y la animosidad de los espectadores, también debíamos cuidarnos de no caer sobre la cerca. Lo que siguió fue pura confusión. Recuerdo haber pisoteado los cuerpos sin vida de mis compañeros infinidad de veces. Recuerdo haber apartado de un empujón a uno de los finalistas que aún se mantenía de pie y haber visto como lo acribillaban a balazos en medio del ensordecedor griterío. Recuerdo, finalmente, haber presionado el cuello del último participante hasta que sus ojos se salieron de sus órbitas. Luego, mis fuerzas flaquearon y caí pesadamente al suelo, en viaje al recóndito espacio de la inconciencia.
Poco me importaron los altos niveles de audiencia de La Jaula y, menos aún, la cuantiosa suma que obtuve por ganar el programa. Sabía que sólo era cuestión de tiempo. Pronto el dinero iba a escasear y en un año, tal vez dos, regresaría con seguridad a ese sitio; dispuesto a saltar más alto que los otros, a empujarlos hacia la cerca, a despertar una vez más el instinto animal.