martes, abril 17, 2007

"Titanic Reloaded Argento"

Paramount Pictures tiene el desagrado de comunicarle al público pochoclero que James Cameron se ha bajado del barco, y que la continuación de “Titanic” ahora está en manos de Rodolfo Ledo, prestigioso director argentino que cuenta con joyas del calibre de “Bañeros 3, Todopoderosos” y otras inmundicias similares. Enterados de la partida del director de “Mentiras Verdaderas”, Leonardo DiCaprio, Kate Winslet y el cura que se va a la mierda cuando el trasatlántico voltea noventa grados, rescindieron sus contratos automáticamente.
En el guión original de Cameron, el cuerpo sin vida de (Come Back) Jack Dawson era rescatado por La Sirenita, quien lo reanimaba valiéndose de Picana, un desfibrilador semiautomático que se consigue en los mares del norte. Dawson vuelve en sí, pero con la forma de un robot del futuro cuya misión es matar a Sarah Connor y, por obra y gracia de un vericueto de la Obra, a Rose DeWitt Bukater, ya que estamos.

martes, abril 03, 2007

Nieve Roja

En los años que llevaba recluido en ese paraje del norte de Europa, muy pocas veces había experimentado el deseo de abandonarlo todo, de apagar la milenaria maquinaria que operaba a destajo día y noche, siempre detrás de un abnegado propósito cuya única recompensa era la satisfacción espiritual. Atrás había quedado el fallecimiento de su esposa y ni siquiera este hecho le había llevado a replantearse la misión que había aceptado con infinito orgullo. Pero hoy era uno de esos días en los que cierto resorte interno lo lleva al más sosegado de los seres humanos a comportarse de una forma equívoca, contradictoria y aberrante.
Fuera, el bramido del viento polar se aunaba con el crepitar del fuego que consumía los leños de centenarios pinos, que le habían cortado como todas las mañanas. Hacía muchísimo tiempo que los aludes no eran noticia, no obstante, el clima en ese andurrial siempre reservaba toda clase de sorpresas, y de las más desagradables. Si bien las montañas lo resguardaban del frío, también lo cercaba peligrosamente, dejándole a merced de su intempestivo comportamiento. Y mientras el bramido aumentaba de intensidad, del mismo modo lo hacía su locura desenfrenada. En la soledad de la habitación, nadie alcanzó a observar cómo sus ojos iban adoptando paulatinamente el color de la nieve, cómo su rostro palidecía y se desencajaba, y su cuerpo se convulsionaba presa de furibundas descargas, cómo apretaba los puños, clavándose su desaliñas uñas en las palmas de las manos. Finalmente, cuando el ataque mermó y recuperó parte de la compostura, abrigó su cuerpo desnudo con las prendas de la ocasión, activó el dispositivo oculto, que tan celosamente reservaba, y penetró en el pasadizo que lo llevaría al inmenso taller.

Al empujar la pesada puerta de roble, lo sorprendieron el silencio y la oscuridad. El taller, perpetuamente invadido por una sinfonía de chirridos metálicos, voces interpoladas y cánticos acompasados, ahora estaba gobernado por el mutismo más absoluto. Tal era el silencio sepulcral que dominaba la escena que incluso podía escuchar el sonido de su alterada respiración. Buscó al tanteo el interruptor principal, tratando de recordar cuánto se había alejado de la puerta cuando se adentró en la negrura, y estuvo a punto de tropezar con un bulto que yacía en el suelo. Volvió sobre sus pasos y dio con la porosa pared que estaba buscando. Sus dedos reptaron hasta dar con la perilla y la accionó. La luz lo encegueció en un principio. Sus ojos se rebelaron ante el agresor y permanecieron cerrados hasta que se fueron acostumbrando al ambiente. Entonces vio lo que le había hecho perder el equilibrio: uno de sus asistentes reposaba plácidamente boca abajo sobre un reguero de sangre. El hombre se arrodilló junto al cuerpo inerte y se vio invadido por una tromba de reacciones placenteras, conforme le acariciaba el cuero cabelludo al pobre infortunado. Una acre saliva se condensó en su garganta y sus labios dibujaron una mueca de sonrisa idiota. Detrás de una de las tantas mesas alargadas del taller, divisó las piernas de otro de los operarios y, más allá de la cinta transportadora, en el recodo que forman la máquina de ensamble con el cesto de desperdicios, descubrió otros dos cuerpos que dormían una siesta eterna. Algunos exhibían sus cuellos rebanados, otros, sus vientres perforados por decenas de impactos de bala, unos pocos, lucían como esos monigotes de paño a los que un perro furioso sacude y destroza hasta que pierde el interés. No recordaba cuándo ni por qué, pero de lo que sí estaba seguro era que él los había asesinado. ¡Los había asesinado a todos!

El camino de un extremo al otro del taller fue un auténtico muestrario de cadáveres que se agolpaban a ambos lados del trayecto, todos parecían haber encontrado la muerte con fatal sumisión, como si la subordinación respetuosa que tenían hacia él les hubiera llevado a aceptar su ventura como un mandato más del superior. Dobló a la izquierda y se adentró en el extenso pasillo que comunicaba con el hangar, iluminado por la tenue luz de decenas de lámparas de cobre finamente talladas. Allí dio con las bolsas que había preparado la noche anterior, minutos después de haber acabado con el último de los operarios... Sí, ahora comenzaba a reconstruir los hechos acaecidos a partir de la noche anterior, hechos que ahora tenían cierto sentido y se iban acomodando en su cabeza como las piezas incompleta de un rompecabezas de complejo encastre. Las cartas dirigidas a su nombre... algo de lo que allí estaba escrito, causal de semejante matanza, lo había arrastrado a la alienación más demencial. Claro, era eso lo que ahora lo llevaba a escrutar minuciosamente el contenido de decenas de bolsas que debía entregar en término. Mientras trataba de rememorar las líneas de las misivas, subió al vehículo y se aseguró de que los amarres estuvieran dóciles y firmes, pulsó una de las teclas que estaban a un costado de la botonera, y la puerta del hangar se abrió de par en par, permitiendo el ingreso del temporal exterior que ahora arreciaba. Miró su reloj y la proximidad de la medianoche le hizo desterrar el asunto de las cartas por un momento. Ya tendría tiempo de volver a ese asunto que tanto le obsesionaba. Confiaba, con todo, que si había recordado la sucesión de los asesinatos, tarde o temprano haría lo propio con los autores de esas cartas y el mensaje misterioso que allí se encontraba. Con el convencimiento de alguien que está a punto de cometer una locura y no se arrepiente de ello, recitó el milenario encantamiento y el vehículo se puso en marcha.

La Nochebuena del tercer año bisiesto del nuevo milenio, un hombre ─cuyo demencial semblante se ocultaba detrás de una tupida barba─ se escabulló en cientos de hogares en todo el mundo y les hizo saber a los mocosos, que habían osado cuestionar su existencia, que ésta era la última vez que ofendían su bien ganada reputación. En la azotea, ateridos por el frío, lo aguardaban sus fieles renos que tiraban un trineo provisto de un arsenal suficiente como para iniciar una Tercera Guerra Mundial.